Ángel, nuestro Virginiano por el Mundo, nos cuenta como recuerda la crisis sanitaria que se vivió España a primeros de los 80 por el Aceite de Colza.

Corría el año 1981, hace casi cuatro décadas, y también hubo otro asunto relacionado con un problema de salud que hizo mucho daño a nuestro país. Habíamos salido del golpe de estado de Tejero en el 23-F, sabíamos que la Copa del Mundo iba a ser en nuestro país un año más tarde, sabíamos mucho -supongo los mayores- pero con los remordimientos tempranos de ser un país democráticamente imberbe y con un constitución tan reciente que incluso ese día aun no era fiesta nacional (lo sé porque es mi cumpleaños el 6 de diciembre y hasta varios años más tarde no fue festivo).

Estaba el país despertando a la vida cuando la colza y su aceite asueló a España, sobre todo a la meseta central y, por lo tanto, también a León. La venta del aceite desnaturalizado (que, en principio, era para uso industrial) se llevó a cabo por muchos pueblos del país, sobre todos aquellos donde no había tienda de comestibles y llegaban los alimentos en furgonetas que hacían el uso de tiendas móviles. En La Virgen teníamos el Spar, enfrente de la tienda de mi madre, al lado de lo que es el Villapaloma, que gestionaba la mujer de Ricardo, el pescadero que tenía la pescadería pared con pared -al otro lado estaba la farmacia y haciendo esquina el único kiosko del pueblo, de ladrillo rojo, en los bajos de la casa del alcalde de entonces, Mariano-.

También estaba la tienda de Conce, al inicio de la calle Cervantes, compartiendo muro con la carnicería de Manolo Prado (“cagondioro, chavales, salid de aquí”, nos decía cuando entrábamos en el matadero que tenía en su casa, frente por frente a la oficina del ayuntamiento y el caño).

Entre aquellas tiendas discurría la vida económica de los comestibles de La Virgen de entonces. Pero, de repente… Booom!!! Estalló el aceite de colza y la psicosis social. Afortunadamente entonces no existían las redes sociales que nos han hecho a todo expertos de temas de los cuales no entendemos nada, ni había canales de TV -veíamos La Cometa Blanca con Rosa León y comenzaban a romper “Los Pajaritos” de María Jesús-. La segunda cadena, tras una eterna carta de ajuste, empezaba a las 7 de la tarde y con la 1 enloquecíamos imaginando los colores no tenían los aparatos de televisión.

Y todos veíamos Informe Semanal, los sábado noche, que precedía a aquella película familiar nocturna de la cual hablaríamos todos los niños los domingos en aquellas misas que organizaban a medias la Madre Lucía, una dominica, y el padre Ugidos. Entre el Informe Semanal que presentaba Ramón Colom y los telediarios recibimos el bombardeo de una lacra que me pilló muy enano pero que despertó temor entre los adultos de aquella época.

No se sabía, en un principio, a qué se debía el asunto y, como siempre, surgieron rumores de cómo combatirlo. En La Virgen del Camino, por esa rumorología particular y popular que se corría de boca en boca, se decía que el alcanfor servía para ahuyentar esos malos espíritus que te podrían asociar a la enfermedad. Mi madre, Carmina, dueña de la Droguería Victoria, tenía buenas manos en la partida y convirtió nuestra casa en un arsenal donde el alcanfor tenía tanta importancia como las tabletas de sucedáneo de chocolate que comprábamos para la merienda donde Conce por 5 duros -25 pesetas-.

El olor era insoportable en nuestra casa para mis hermanos y para mí. Vivíamos concentrados en un aire químico con sobredosis de alcanfor. Buscábamos las ventanas como quien trataba de asomarse a la vida. Al final, con el tiempo, terminabas acostumbrándote. Lo peor era salir a la calle. Mi madre nos metía en los calcetines bolas de alcanfor y parecíamos llevar a rastras tres esguinces en cada tobillo. Cuando jugabas a fútbol, porque no había más opciones lúdicas entonces -bueno, a veces ibas a tirar piedras a las niñas de tu edad como muestra de las habilidades sociales que destilábamos entonces-, era horroroso. Jugabas en lo que era hoy el parque o el colegio, unas eras baldías. Echábamos partidos contra los del otro lado de la carretera. Allí estaba en contra nuestra Chema, el hijo de José María, Toñín, el del valle… míticos recuerdos de partidos en los que el ganador, al final, se solventaba tirándonos unas piedras. Pues bien, volviendo al partido, era horrible tratar de darle al balón con aquellos tobillos llenos de alcanfor. Cuando le pegabas mal, casi siempre en mi caso, le dabas con el tobillo y esas bolas entraban de lleno en el hueso y te retorcías de dolor. Más de una vez, entonces, en lugar de piedras arrojabas bolas de alcanfor.

En serio, de aquella murieron más de un millar de personas en nuestro país y otros quedaron de por vida con secuelas que, pese a la indemnización tardía recibida, no les solucionó sus pesares. En Valdevimbre, de donde era mi amigo Ricardo, también hizo mella la enfermedad. Y en otros pueblos de la provincia también. Nadie supo nada hasta que se descubrió el origen, aunque no hubo cuarentena como tampoco hubo información. Las especulaciones soliviantaban a muchos y a otros, los más jóvenes, nos dejaban expuestos a la repuesta natural de no preguntar.

Entonces íbamos al kiosko de verano de los Gaitero, enfrente del antiguo Cine Morano, y pagábamos un duro por una cebolleta o un pepinillo del cual desconocías su origen pero sabías que estaba en vinagre, no en aceite. Y el que tenía más pasta se compraba un Tropi o un Camy Naranja de 15 pesetas. 

Era la vida, entonces.