ÁNGEL GARCÍA / @angarcialvarez

Ángel
Ángel, un virginiano por el mundo

Casi dos meses, desde la primera entrada, han dado para mucho. Y hablo de primeros de noviembre, cuando escribí aquel primer serial que anticipaba la rutina en la que se ha convertido amanecer todos los días, desde hace casi medio año, en el interior de EEUU, en una zona de fuertes raíces indias donde fueron reubicadas, en las primeras décadas de 1800, algunas de las tribus expulsadas al este del Mississippi.

Para uno de La Virgen que le cuenten estas cosas le hace descubrirse. Me obligan a soltarme las ataduras previas y, a veces, a soñar imaginando esas rutas de caravanas de pioneros que fueron ocupando estas tierras a la par que los nativos americanos (aquí no son llamados indios). Y recuerdo aquellos jichos y figuritas de plástico con los que jugábamos en las eras (hoy un parque con mayúsculas que desconocimos en nuestra infancia), y los capalobos (rudimentarios tirachinas con un globo y un rulo de peluquería –Óscar, el poli local, nos lo suministraba de la peluquería de Mili, su madre), y las piedras a los cristales de la planta de abajo del depósito de agua (¡cuántos rompimos!). Todo son recuerdos, en definitiva, que, a 8000 kms me siguen sosteniendo con lo que ha sido mi pueblo.

Por eso, cuando me pierdo entre las calles de esta ciudad –su área metropolitana se acerca al millón de habitantes- la mayor parte de sus nombres se relacionan con una herencia india que cimenta su escaso margen con la historia; Apache Street, Broken Arrow, Mohawk Park… Entender esta ciudad sin su base antropológica y étnica no tiene sentido. Y sus lugares importantes de esta corta historia, más allá de una Ruta 66 que cruza la ciudad y se vincula a la modernidad del asfalto y del motor, se enlazan con ese alimento que forjó en apenas dos siglos el territorio que marcaron las tribus que poblaron el lugar; Cherokee, Muskogee, Seminole, Choctaw y Chickasaw.

Como preámbulo para cimentar mi presencia aquí, creo que basta y que resumen las líneas previas lo que fue Tulsa. Posteriormente, el petróleo hizo el resto.

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Cuando se amanece en Tulsa siempre es de noche. Estos horarios, a los que sigo sin acostumbrarme, me señalan una realidad que no encuentra condimento en las costumbres españolas, esta forma de vida que se asocia a calendarios y relojes donde no halla, aunque sé que existe, una lógica para ser digerida. Me cuesta y me acuesta. Me cuesta empezar a oscuras, madrugar como extranjero y trabajar como asimilado, sin olvidar nunca que de donde procedo nadie me ha obligado a hacerlo. La apuesta, a partes iguales familiar y profesional, imponía asimilación y adaptación tan pronto como puedas (ASAP, As Soon As Possible, una de las coletillas preferidas por aquí). Y en cinco meses, todavía con pasos de gigante, sigue habiendo un lastre que te recuerda de dónde eres, lo que quieres, y te ancla a una realidad muy alejada de los cuentos de hadas. Porque EEUU no presenta una realidad como un cuento. Su planteamiento es, cuanto menos, alejado de historias de sueños. Su nudo se nutre de un día a día donde hay tiempo para poco más que el trabajo, algo a lo que me cuesta acomodarme, y su desenlace llega con pequeños pasos, con premios que te enorgullecen; ver a tus hijos hablar en inglés –mucho mejor que tú, por supuesto-, descubrir en viajes lugares que ni imaginabas, resolverte sin ecuaciones ni derivadas en situaciones complejas, en fin, vivir y sobrevivir.

Y cuando amanece, sigue la noche que llegó a golpe de oscuridad y de golpe (en un minuto es noche cerrada, sin apenas pausa), la vida lleva funcionando tiempo, el reloj ha alcanzado velocidad y las carreteras bullen –hay muy pocas aceras y las calles sostienen tanto tráfico que ir a hacer la compra a seis kilómetros es una rutina que ya no asusta-. Cuando entro en mi clase, tras dejar a Darío en la guardería y a Claudia en su colegio, ya es de día. Son las 7:35 y me esperan entre 8 y 9 horas más antes de salir, con 25 minutos para comer en los que me encierro en mi aula para seguir por internet las noticias que vosotros ya conocéis con siete horas de retraso. Esta costumbre, repetida de lunes a viernes, resume mi vida laboral. La noche, y la oscuridad, nos esperan en una hora. Mientras tanto llega el baile de Claudia y la natación de Darío, y los baños al regresar, y las cenas, y acostarles…y entonces son las 9:30 y, por fin, con mi mujer, nos damos la lección del día. Casi siempre nos queda trabajo que preparar para el día siguiente; un par de horas para elaborar material para trabajar en el aula, programaciones, actividades… y sobre las 5:30 el reloj nos vuelve a recordar nuestra presencia aquí.

Esta es la realidad, y lo que quisimos Noelia y yo. Y, aunque a veces nos arrepentimos por frustración o por desencanto, hay muchos más momentos buenos que entierran los que te hunden. No todo es la realidad del Facebook; viajar, conocer lugares, comer en sitios estupendos… ese engaño social de esa red que teje lo benévolo no expone lo negativo –a poca gente se le ocurre mostrar sus debilidades extendidas-. Por eso nos quedamos con lo bueno, que hay mucho también.

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Y entonces enloquecemos por algo que habíamos visto en películas, ciudades desconocidas que sometíamos  a un escrutinio previo a pisar territorio yankee, visitas inesperadas, eventos deportivos que sólo imaginábamos por televisión, comidas basuras en España que aquí adquieren paladares exquisitos… y experiencias, en definitiva, culturales. Porque ir a ver partidos de la NBA, de hockey sobre hielo (reconozco estar enganchado a este deporte que es mucho más que las peleas y rudeza que nos muestran las teles allí), del aburrido béisbol, visitar Saint Louis, Kansas City o los pequeños pueblos (nuestra actividad favorita) donde descubres una parte de la corta historia que ha hecho grande a este país.

Y luego sus costumbres; el Día de Acción de Gracias con su pavo y sus comidas o la Navidad, vividas con gente del país, esa gente que, de momento, es lo mejor que estamos conociendo. Porque si por algo destaca Tulsa es por la amabilidad de sus gentes, por su disponibilidad, por su actitud aperturista. Nuestra idea siempre fue, como está siendo, vivir un proceso de inmersión en la cultura americana, empaparnos de unas costumbres muy diferentes de donde tratamos de extraer lo positivo. Y encontramos, en esta balanza de sentimientos, que el afecto que estamos logrando de gente que nos rodea y que en menos de medio año se han convertido en esenciales es tremendo, que tratan de integrarnos a golpes de cordialidad, que no les importa lo previo, que saben y valoran el esfuerzo que nos ha supuesto dejar atrás unas aulas con trabajo garantizado en nuestro país para correr esta aventura en la que estamos dando nuestros primeros pasos. Porque estamos en el centro de USA, en el estado de Oklahoma, muy alejado de la vida cosmopolita de ciudades como New York, San Francisco, Chicago o Boston.

En esos momentos es cuando regresas a casa y piensas en el Facebook, esa vía de comunicación donde mostramos a la gente que nos importa que sobrevivimos entre experiencias novedosas (y maravillosas) y horarios de suicidas. Del consumismo de este país (atroz), de la religión, de la política, de la gastronomía… os prometo hablar en un próximo capítulo que llegará antes de un mes y se antoja sabroso.

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